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Entre Imaginarios y Realidades

domingo, noviembre 08, 2009

El museo

En un día de invierno, de esos fríos, nublados y ajenos en donde el abrigo no se encuentra en las ropas sino en la compañía de amigos o del silencio que nos acompaña a cada paso que damos, cuando nos da por vagar mientras pensamos en esas cosas de las cuales en verdad nos queremos olvidar, él caminaba concentrado sabiendo exactamente a lo que iba. No era una cita ni nada en particular sino mas bien la reunión de dos personas que necesitaban escapar de si mismos, del maldito  insomnio y esa consciente sensación de derrota que ambos parecían compartir, aunque él por su lado, ella por el suyo, pero ambos tangencialmente unidos por la casualidad, la honestidad y esa capacidad natural de escuchar al otro y el regalarle una sonrisa de esas francas que al terminar deja su eco impregnado en el ambiente.
Ambos emergieron del Metro, él por su lado, ella por el suyo y se encontraron para ir en busca del museo. En el camino no había mucho que hablar, pero el silencio era algo que no podía haber entre ellos aunque él los disfrutara y a ella le incomodaran; siempre había algo que decir a pesar que había ocasiones en que había sido innecesario como, según  él, ese minuto o era. 
Quería apreciar esa sensación de calma que comenzaba a sentir, escuchar como se aplacaban las discusiones que ocurrían en su cabeza, disfrutar de esa tranquilidad que hacia tiempo no había podido alcanzar.
Una vez en el museo el ruido de la ciudad se hizo mudo, los automóviles dejaron de existir y juntos compartieron el silencio que el museo les entregaba junto a esa tenue luz que hacia de protagonistas a las piezas y a ellos de espectadores de esa clase de historia que comenzaban a hacerles de la mano de sus colores, figuras, años y protagonistas. Minutos más tarde, comenzaron a discutir sobre lo aprendido y ambos parecían mirar a sus problemas desde lejos cada vez que emitían juicio alguno sobre alguna figura, pieza o escultura; parecían a gusto entre el silencio y la penumbra, parecían cómodos el uno y el otro ahí, ambos juntos escondidos de la urbe, ajenos a todo lo que sucediera fuera de esa habitación. 
Puedo decir que no supieron cuando ni como paso, pero en un minuto se confundieron en un abrazo tierno y tibio, uno de esos que prometía convertirse en un buen recuerdo.
-¿Por qué el abrazo?- pregunto él.
-No sé, quería hacerlo- respondió ella.
No había nada  más que decir, nada más que agregar. Cada uno agradecía por ese momento; por  el estar ahí acompañando al otro, por ser parte de ese respiro que necesitaban para huir de sus propias historias en busca de minutos de paz, aunque sea él por su lado, ella por el suyo, pero ambos tangencialmente unidos por la casualidad, la honestidad y esa capacidad natural de escuchar al otro y el regalarle una sonrisa de esas francas que al terminar deja su eco impregnado en el ambiente…